Una paciente llega al consultorio con fatiga crónica, caída de cabello, intolerancia al frío y piel seca.
Todo indica un metabolismo enlentecido.
Pero su TSH está “normal”.
La ecografía tiroidea también.
Cuando la médica solicita una yoduria para investigar más a fondo, la respuesta del sistema es previsible:
“¿Para qué? Si no tiene bocio.”
“No está indicado.”
“No lo cubre la obra social.”
Y así, un síntoma real se archiva en la carpeta de “no diagnosticado”.
Porque si no se puede medir, no se puede tratar.
Aunque parezca cosa del pasado, la deficiencia de yodo sigue siendo una realidad.
Según el último Scorecard del Iodine Global Network (2023), más de 30 países presentan riesgo significativo de deficiencia, incluyendo zonas de:
Pero no se trata solo de una problemática rural o lejana.
También hay pacientes en grandes ciudades, con dietas pobres en sal, que viven con niveles bajos de yodo sin ser detectados.
Y eso tiene consecuencias clínicas reales.
Aunque su rol más conocido es la síntesis de hormonas tiroideas, el yodo también es fundamental para:
Una deficiencia leve o moderada puede manifestarse con síntomas inespecíficos:
cansancio, alteraciones del ánimo, resistencia al tratamiento tiroideo, síndrome metabólico, entre otros.
Y sin embargo, el yodo rara vez se evalúa.
Porque no forma parte del PMO.
Porque no hay conciencia clínica ni formación en su abordaje.
Y porque la medicina convencional se basa en algoritmos, no en la fisiología del paciente.
Desde el enfoque orthomolecular:
Porque el diagnóstico no empieza con la TSH.
Empieza con escuchar al cuerpo.
La medicina del futuro no puede seguir funcionando con los límites del pasado.
El yodo, aunque pequeño, puede marcar una gran diferencia clínica.
Y empezar a mirarlo puede ser la clave para entender muchos cuadros que hoy están mal diagnosticados o mal tratados.
Ahora quiero leerte a vos:
¿Qué lugar tiene hoy el yodo en tu práctica clínica?
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